Claro que hablo del turismo local, que en Guatemala es
maravilloso. Cuando mis hijas eran pequeñas los domingos salíamos de casa a las
seis de la mañana y regresábamos hacia las ocho de la noche.
Es increíble lo que podía hacerse entonces en un solo día.
No estaban los bestiales túmulos de algunas carreteras (podríamos aprender acerca
de cuán eficaces y sabrosos son los túmulos de las carreteras en Belice). Ni el
atasco que, me han contado, se forma en Chimaltenango y deja a los infelices
que esperan un par de horas en el automóvil echando sapos y culebras.
Por supuesto, a mí me gusta salir temprano y por lo tanto desconozco
ese fenómeno, aunque al pasar, veo las odiosas estructuras que, según los chimaltecos
iban a mejorar el tránsito. Bueno, cualquiera se equivoca. Pero ¿se
han dado cuenta de la burrada y no han hecho nada por corregirla en
tantos años?
En un domingo cualquiera estábamos, en hora y media, en las
márgenes de Atitlán. Ese lago maravilloso donde las niñas aprendieron a nadar y
a mí se me quitó el miedo a los roces de las plantas acuáticas en el cuerpo. La
playa no estaba invadida por esos restaurantes espantosos que tiran sus basuras
al lago y en su forma parecen los desechos de antiguas plataformas espaciales.
Solo hasta que las niñas fueron haciéndose adolescentes
combinábamos la playa con el recorrido por la calle Santander y sus maravillas.
Invirtiendo la misma cantidad de tiempo llegábamos a
Chulamar, armadas del almuerzo y de frutas que habíamos comprado por el camino.
Y el día era una gozada. Con una carretera menos llena de curvas que la de
Occidente, veíamos ponerse el sol, las niñas podían quitarse la arena, lavarse
el pelo, ponerse sus piyamas y hasta dormir de regreso.
También en la adolescencia, mis hijas se lanzaban gozosas
hacia atrás de la reventazón y disfrutaba de su perfecto control del agua.
En realidad, recorrimos Guatemala. Solo porque la violencia
aumentaba tuvimos que dejar sin explorar tres departamentos: Jutiapa, Jalapa y
Petén.
Para visitar algunos lugares era preciso invertir el fin de
semana completo. Ir a Soloma, a San Juan
Ixcoy, a Todos Santos Cuchumatán, por ejemplo implicaba dormir en Huehue. Pero durante la mañana ya habíamos pasado por
San Cristóbal, y si había feriado un viernes, el mercado de San Francisco el
Alto nos esperaba. Allí compramos hasta
libros.
Y les juro que jamás nos pidieron pasaporte, ni que
declararáramos cómo se llamaban nuestros padres o abuelos. Ni qué escribíamos
en las cartas que salían del país.
Lo siento por los estadounidenses. Van a perderse un montón
de turistas, que significan dinero. Y
esto no tiene que ver con el tema, pero porque al señor Trump le salió del
¿ronco? pecho su rechazo al acuerdo de
París sobre el cambio climático, quienes quieran ir al plástico mundo de Disney
pueden ir… a París.
¿Irá, el señor Trump a aguantar cuatro años? Al menos no tan risueño como se le ve estos días. Lo pregunto porque en Estados Unidos, país
que me encanta, que he gozado infinidad de veces, donde tengo muchos amigos
queridos, familia incluso, hay muchas, pero muchas plazas.