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Nuestra
imagen ante el mundo
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Las dos
Guatemalas. La de las mansiones —las de los narcos son más risibles por
ostentosas y kitsch, y que me perdone el
arte que lleva ese nombre— y la de los ranchos de caña o adobe. Las casas
improvisadas con cartón, lata y sobras de lo que sea. Perdidas entre el monte unas,
colgando de un barranco otras.
Los
dueños de las primeras jamás piensan en los que viven en las covachas, en los
ranchos pajizos. Como no sea para obtener mano de obra muy barata que les
permita levantar la finca, el edificio en las zonas más repipis de la capital.
Y el Estado —que desapareció como ente funcional y ha quedado en entelequia— o mejor dicho, el gobierno, con g minúscula
porque no merece otro tratamiento, en manos de seres muy ocupados en sus
inversiones millonarias en bienes raíces, depósitos off shore o en bancos
suizos.
Lo que
ha proliferado es el hábito de sostener la mano extendida, como hacen los
limosneros ciegos a las puertas de las iglesias, cuando ya la muerte por hambre
acecha con la mejor de sus sonrisas. Por
eso, para vergüenza de aquellos que todavía la tenemos, es preciso ponerla bajo
los rostros de los países con los que nos relacionamos, para paliar, hoy por ejemplo, el estado de calamidad aprobado ayer por el Presidente y sus ministros.
Y nos
ayudarán. Pero recuerdo lo sucedido tras el terremoto del 76, cuando llegaron
los primeros aviones con ayuda y vi cómo gente, uniformada o no, sacaba cajas
de alimentos y tiendas de campaña. Entonces la ayuda internacional quedó en manos
de representantes de los países que nos socorrieron, y prefirieron no
entregarla al Gobierno de entonces.
Algo
similar podría ser puesto en marcha en este momento, para que la ayuda no vaya
a dar en esas manos de limosneros infames en que se han convertidos quienes
deberían hacerse cargo de sacar al país del terrible estado en que se
encuentra.
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