En diversos
países se conmemora hoy el día de los desaparecidos. Es una recordación social,
evidentemente, porque para los familiares y los amigos íntimos, todos los días
son los de aquellos seres aniquilados violentamente. Sabemos que están muertos,
pero ignoramos dónde se encuentran sus restos.
En muchos días recuerdo a alguna de tres personas que conocí en diversos
momentos de mi vida y por quienes continúo teniendo afecto: Irma, Luis y Rosa.
El cariño, como sabemos, no desaparece con la muerte.
Irma y yo nos
conocimos cuando éramos muy jóvenes.
Habíamos nacido apenas con año de diferencia, ella en 1938, yo en
1937. Nos conocimos porque tanto su
padre como mi abuelo habían sido empresarios o productores teatrales. Mi abuelo
se había retirado; el padre de Irma, Fernando Flaquer, no; por lo tanto, la
niñez de ella transcurrió en diversos países de América Latina.
Se casó en Guatemala
con Fernando Valle Arizpe un año antes de que me casara yo con el padre de mis
hijas. Se divorció un año antes de que yo me divorciara. Yo era ya periodista;
ella, estudiaba leyes y después, psicología.
Tuvo dos, hijos, Fernando, el mayor y Sergio, el más joven.
Hubo un primer
atentado contra su vida durante el gobierno de Julio César Méndez Montnegro: lanzaron una granada de mano dentro de su automóvil.
Afortunadamente cayó en la parte trasera, de manera que, malherida, sobrevivió el ataque.
Recuerdo que al levantar su brazo derecho, bajo la blancura de su piel se veía
una mancha azulada: una esquirla que ya no fue necesario extraerle.
En 1980
una granizada de balas de ametralladora terminó con la vida de su hijo
Fernando, a quien los asesinos abandonaron en el automóvil donde iban madre e
hijo, pero sus asesinos fueron tan viles como para arrastrar a Irma quien sabe a
dónde. Y no me creo la historia oficial sobre que el gobierno de entonces fue
el autor de semejante hecho. Su hermana sostenía una relación amorosa —de la
que nació una niña— con Donaldo Alvarez Ruiz, quien, Irma misma me contó pocos
días antes del ataque, la conminaba a partir rápidamente hacia Nicaragua.
Hace un par de
semanas, con Mario Roberto Morales conmemoramos en público, en la Embajada de
México, el aniversario de nacimiento de Luis de Lión, desaparecido en el año 1984. Luis era parte inextricable de aquel grupo que desde principios de los setenta andábamos
por aquí y allá –uno de esos lugares, la casa de Irma, justamente— buscando cada
cual nuestro camino de escritores. Esa cercanía no se olvida jamás, permanece
pegada a la piel. Me costó no llorar en cierto momento al hablar de Luis pero traté de ser dura y apenas se me enronqueció la voz.
Que fue el
Ejército de Guatemala el que secuestró a
Luis, lo internó un cuartel y lo torturó antes de matarlo se confirmó
con el aparecimiento del Diario Militar que Kate Doyle, quien trabajó en el
Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, hizo llegar a Guatemala. En él aparece la fotografía de Luis, su
nombre, y al lado la cifra 300, que significa que fue asesinado.
El diario es
de la época en que gobernaba el país Humberto Mejía Víctores, y se refiere al
atroz destino de 183 personas, hombres y mujeres entre los 12 y 82 años. Un sobreviviente de estas prácticas militares
es Álvaro Sosa Ramos, quien vive fuera del país, naturalmente. Afirmó hace años,
desde Canadá, lo siguiente: que había sido "brutalmente golpeado, azotado, torturado con descargas
eléctricas, privado de agua y colgado de los pies durante largos periodos de
tiempo. Podía oír los alaridos de los detenidos en las celdas adyacentes".
Rosa era una
hermosísima mujer de Nebaj.
Verdaderamente bella por dentro y por fuera. Casada y con hijos; y su destreza
en la labor de tejido la hizo viajar varias veces por diversos países de Europa
y América donde se exhibió la obra de mujeres guatemaltecas de variadas etnias.
Ella siempre representó a Nebaj, naturalmente.
Cuando venía a Guatemala
con alguno de sus hijos se alojaba en la casa de la pintora peruana Gloria Li o
en nuestra casa. Así, establecí una
excelente amistad con ella, que se sentaba en el patio de la casa, y tejía mientras hablábamos de su
pueblo, de Chichicastenango, el pueblo de mi padre, de los tejidos de
Guatemala, de los niños. Siempre terminábamos viendo sus tejidos, que aquí
suelen mal llamar bordados, cuando en realidad son brocados sobre los que, a
veces, puede hacerse algún bordado. Yo sacaba los tejidos de diversas partes
del país que siempre he usado. Especialmente los huipiles, por supuesto pero
también algunas camisas de hombre.
Rosa tenía una voz
maravillosa, de contralto, y su rostro parejo y perfecto, bronceado
naturalmente contrastaba con el negro billante y abundante de su cabello,
recogido con el tocoyal inmenso que usaban entonces las mujere de Nebaj. Ahora, no lo sé. Después de la volencia no he
querido visitar mucho de los pueblos amados que recorrimos con mis hijas cuando
eran niñas.
No tengo una sola
fotografía de Rosa, pero la recuerdo perfectamente. Su rostro, el de Luis y el
de Irma no se me despegarán jamás de la memoria. Amigos por diferentes motivos,
el afecto es uno solo. En cuanto a la desaparición de Rosa, ¿quiénes llevaron a cabo la matanza infame en el triángulo ixil? No es preciso decirlo, todo el mundo lo sabe.
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